LA PROMESA


Subió al avión. He de darme prisa. Aiko me espera.
- ¿Por qué te vas?
- Será sólo una semana, Aiko. Volveré, te lo prometo. Y te llevaré conmigo a Tokio convertida en mi esposa.
- ¿Para siempre?
- Para siempre.
Era lo único que centraba la atención de Fuyimi desde que el Estado Mayor le había designado piloto del vuelo de reconocimiento a Hiroshima aquel 6 de agosto. Aiko me espera. Yo le prometí volver y amarla para siempre.
Desde primera hora de la mañana, llamaba a Hiroshima y no tenía respuesta. Había rumores de una explosión extraña, informes confusos que mencionaban una “nube siniestra”, un “destello terrible”, un “fuerte estruendo”. Pero, ¿no dijimos “para siempre”? Sí, estoy seguro. No había de qué preocuparse.
Tres horas después de salir de la base, divisó una inmensa torre de humo erigiéndose sobre las coordenadas de Hiroshima. La rodeó y aterrizó con urgencia en un lugar improvisado. El aeródromo, si es que un día lo hubo, ya no existía. ¿Para siempre? ¿Cuánto tiempo es para siempre? Fuyimi empezó a correr, aferrado a su promesa, en mitad una niebla rojiza que flotaba espesa a su alrededor y le cegaba. Estoy aquí, Aiko, ya estoy llegando. Pero no terminaba de llegar porque ya no existía a dónde.
Perdóneme, señor – escuchó que alguien decía -. Tengo frío, ¿podría dejarme algo de ropa? Y sólo por la voz pudo deducir que quien le hablaba era una muchacha, una hibakusha (*), deambulando a la espera de una muerte certera. Su rostro inflado como un globo. Su cabeza derretida. Su piel abierta en grandes escamas que dejaban su cuerpo al descubierto. Y volvió a pensar en Aiko. Pero esta vez “para siempre” le resultó una expresión terrible, inabarcable y extraña.

(*) Palabra japonesa que literalmente significa «persona bombardeada».

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