LA HERENCIA DE LA ABUELA



Un destartalado espantapájaros preside, desde este mediodía, el salón de mi pequeño apartamento. Y mientras paladeo un Pingus del 99, no puedo dejar de mirarlo a través de unas antiguas gafas familiares cuyo principal encanto es tener un cristal roto desde hace siglos. La abuela las usaba en ocasiones especiales, aquellas en las que, decía, conviene mirar, a la vez, la cara perra y la cara amable de la vida. Lo recuerdo ahora, disfrutando de su legado: estos dos objetos, aparentemente inútiles, que me devuelven la nostalgia y la felicidad de mi niñez a partes iguales. Las últimas veinticuatro horas han sido, probablemente, las más duras de mi vida. Su muerte me ha costado tres disgustos: una insoportable sensación de desamparo; reincidir en mi enfermiza reflexión sobre si cien años no son demasiados para unos cuerpos caducos que sólo aguantan, a lo sumo, ochenta; y atestiguar que las aves carroñeras no están extintas. Anoche cayó enferma, entró en coma y murió casi con la misma rapidez que hoy hemos velado, incinerado y enterrado su cuerpo. Urgencia debida a que, en su lecho de muerte, el tío Lucas leyó una historia que ella solía contar sobre una vedette agasajada con diamantes por un caballero francés y, poco después de concluir el relato, llegó un gigantesco ramo de flores de un tal Cédric Gallard que hizo suspirar, por última vez, a la abuela. Saltó la chispa. Quizá la historia fuera real. Y las joyas también. Del cementerio me arrastraron a su casa. Se la repartieron por alcobas y se pasaron horas corriendo de un lado a otro, jadeando y bufando, protestando y maldiciendo. Yo, que había fingido un vahído, conseguí que, tras revisar su cuarto, me permitieran refugiarme en él. El viejo colchón de lana aún olía a Heno de Pravia y conservaba la forma de la abuela. Busqué las viejas gafas en el primer cajón de su mesilla. Me las puse y me asomé a la ventana tratando de encontrar un sentido a la vida. Y allí estaba mi espantapájaros: con los botones de la solapa de un brillo intenso que sólo pude distinguir del cristal a través de las viejas gafas de la abuela. Dicen que el que ríe el último ríe dos veces. Y aquí estamos mi abuela y yo desternillándonos juntas. Ella desde la tumba. Y yo aquí sentada, entre la nostalgia y la felicidad, brindando por su lucidez y por su herencia. 
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Actualizado 2021
Dibujo: creación propia 2020 / Técnica: acuarela

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