El café de Matilde


La casa de Matilde siempre olía a café recién hecho. Y me daban ganas de entrar. No de pasar por delante y oler, no. De entrar y quedarme un buen rato haciendo, qué sé yo, pues lo típico: preguntar por la familia, charlar un poco y sentarme a tomar un café. O dos. Y, aunque no la conocía más que de vista y oídas,  seguro que a ella, que vivía sola, le encantaría recibir visita. Si no para qué hacer café. 
Fue esta lógica aplastante la que, un día, me llevó hasta su puerta sin querer. Y, sin querer, llamé. Y me sorprendió que Matilde me recibiera de tan mala gana, aunque fama de rara ya tenía en el barrio. Pero dejé que me bufara un rato y, al final, accedió a invitarme a café, aunque con sus condiciones: no hablar, obedecer sin rechistar y no chismorrear después. Me pidió mi palabra. Y yo se la di con los dedos cruzados por si acaso.
La casa de Matilde era normal, ni fu ni fa, es decir, indiferente, igual que su dueña. Pero ese olor dulce, cálido y tostado que lo impregnaba todo, la hacía irresistible. Embriagada por él, me acomodé en el sillón de orejas que presidía el salón y aguardé en silencio.
No dije ni mu cuando la vi encender la chimenea, colgar la cacerola, moler el café y echarlo al agua.  Pero cuando colocó ante mí la taza de porcelana blanca sobre un plato inmaculado, orientó el asa hacia las doce de un reloj imaginario y me dijo, “bebe de un trago, voltea la taza y concéntrate cinco minutos para que pueda leer bien los posos”, se me escapó un “jooo-der” largo y de final pesado.
- Nido con huevos –dijo Matilde, absorta en el fondo de la taza, transcurrido el tiempo de rigor.
Solté una carcajada. Y me miró con tal desprecio que entré en apnea.
Una hora después, a salvo en casa, seguí respirando a través de una bolsa de papel, como hacen en las películas norteamericanas cuando se estresan. Aunque para entonces ya conocía la buena nueva: nido con huevos igual a éxitos venideros. Pura lógica.
El caso es que nunca había tomado un café tan aromático y sabroso, por lo que la experiencia, aunque traumática, me supo a poco. Así que al día siguiente, sin querer, volví a llamar a la puerta de Matilde. Ella abrió, me invitó a pasar con desgana, me senté en silencio y procedió con el ritual de la cafeomancia.  
- Una tortuga – dijo esta vez Matilde-. Se ve bien clara.
Me enseñó los posos en el fondo de la taza. Y me esforcé, lo prometo, pero no vi ni entendí nada, aunque me hice la sorprendida y asentí con seguridad para no decepcionarla. Y, esta vez, Matilde me miró, sonrió y me preguntó si me esperaba ‘mañana’. Dije que sí, por supuesto, porque, no sé cómo explicarlo, pero estas cosas enganchan. Y, sin querer, fui un día, otro día y otro más.
Un año. Un año entero he estado yendo a diario a por mi taza de café molido a mano y cocido a fuego lento. Y, claro, Matilde y yo hemos cogido confianza. Ahora nos saltamos las reglas y no paramos de hablar, vamos, de tomar café como Dios manda. Y, cuando nos quedamos cortas de tiempo y de café, pasamos a las cañas. Y Matilde me lee los posos de la cebada. Y después los de la uva, porque a Matilde le inspira más la madre del vino. Y si el vino no tiene madre, a por la del whisky. Y yo, ahora que entiendo de posos, ya no veo ni leo nada. Y empiezo a preguntarme si será el café lo que embriaga y si esta es la secuencia lógica de las cosas. 


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